Que el perfil de las personas que juegan a póquer es cada vez más variado es una evidencia en cuanto cada día más gente aprende a jugar. Gracias al influjo de la televisión, de las entrevistas a Leo Margets y de juegos on-line como el de Facebook, mujeres mayores se enfrentan a día de hoy en torneos de todo el país a chavales engominaditos que podrían ser sus nietos. El quiosquero gana al profesor de instituto y un mecánico fondón de veintipocos años se lleva el preciado brazalete. Poco a poco va habiendo de todo en la villa del señor.
No obstante a fuerza de leer revistas, páginas de actualidad sobre póquer y entrevistas a ganadores de torneos con apodos sacados de un relato de Lovecraft vemos algunos perfiles que se repiten a menudo entre los jugadores a los que les van bien las cosas. Curiosamente muchas de las personas que obtienen buenos resultados con las cartas proceden de aficiones y entornos profesionales similares. En concreto, y sin afán clasificatorio, distinguimos tres o cuatro actividades que aparecen constantemente en las biografías y que, pese a no tener ninguna relación la una con la otra, cada una de ellas está relacionada de algún modo con el póquer. Son en primer lugar el deporte, en segundo lugar las finanzas y en tercer lugar otros juegos de mesa. Podemos pensar que las pautas son casualidad o hacernos alguna pajilla divagando por qué hay tantos tenistas, brokers, ajedrecistas o incluso jugadores de Magic que han cambiado o alternan sus actividades originales con el póquer. Mal forero sería si no optara por la pajilla.
Detrás del deportista, independientemente de su habilidad calculando probabilidades, se esconde la virtud impagable de la sangre fría y la resistencia. Eso que dicen de Messi o de Rafa Nadal, supuestas máquinas inmunes tanto a la derrota como a la victoria, capaces de encajar cualquier resultado y seguir jugando con la misma mala leche, frescos como rosas tras un partido duro y siete tantos en contra, es como puede comprenderse una ventaja competitiva brutal en una sesión de póquer ante arrebatos de mala suerte y jugadas desastrosas. Es de suponer que muchos deportistas profesionales ven en el tapete un lugar estupendo para sacar provecho directo de su resistencia.
Detrás del financiero o, generalizando a lo cafre, de cualquier tipo que trabaje meneando pasta, hay ese savoir-faire en el ahorro y en la gestión de los recursos propios que tanta falta nos haría en el póquer a agujeros sin fondo como un servidor. Apostar en función del bote es un arte con el que de buenas a primeras no todo el mundo sabe jugar. Y ver cada apuesta como una inversión que debe ser calculada en función de múltiples factores tiene que resultar más fácil por fuerza a bichos que se pasan la vida colgados de datos bursátiles que a cualquier miembro de la raza humana.
El jugador de otros juegos de mesa comparte seguramente con el de póquer el amor por la estrategia, la predisposición a sentarse en una silla para pensar y la poca vergüenza de confesar públicamente su afición. Es sabido que Gus Hansen, ahí donde le ven, con su cara de danés sanote, es un campeón de backgammon que un buen día le vio más futuro crematístico al tapete que a los dados. Lo mismo con el ajedrez. Suponemos que cambiar el chip y sumergirse en las cartas con afán de hacer algo de ello le costaría mucho menos a él que a cualquier otro fulano para el que los juegos de mesa deban quedar restringidos a algunos –muy pocos- tristes domingos por la tarde. En el caso del jugador de Magic, además, hay rasgos patológicos difíciles de analizar en apenas seis líneas. Confieso para evitar trolls que yo, sin haber ganado nunca mucho al póquer, soy de estos últimos elementos. Supongo que tiene que ver con esa enfermiza ilusión que nos ahoga siempre que levantamos un naipe.